En mis inicios con el Lindy hop tuve la oportunidad de leer este artículo traducido en alguna web o blog pero, desde hace ya un tiempo, no he podido volver a encontrarlo, así que pensé que sería bueno poder tenerlo aquí para que todos os hagáis una idea de cómo volvió a renacer nuestro querido baile y lleguéis a conocer un poco de la personalidad del gran Frankie Manning. Que lo disfrutéis.
¡A BAILAR!
En los tiempos del Renacimiento de Harlem, tuvo el mayor de los éxitos en el Lindy hop y transformó el baile big band. Después de más de sesenta años, Frankie Manning tuvo su propio renacimiento.
Elizabeth Gilbert • GQ • Dic 1998
Una versión de este artículo apareció originalmente en la revista GQ y se reproduce ahora en Longform con permiso de su autor. Escuche a Elisabeth Gilbert hablar de este ensayo en el podcast de Longform.
El nombre de Frank Manning aparecía en la guía telefónica, como el de todos. Como el de cualquier persona normal. Así que, en la primavera de 1984, cuando una joven llamada Erin Stevens llamó a la operadora preguntando por Frank, esta le contestó que, en efecto, había un tal Frank Manning viviendo en el área metropolitana de Nueva York. Para ser exactos, había un Frank Manning viviendo en Corona, Queens. Erin marcó el número. Un hombre contestó al teléfono. Tenía una voz amigable, el tipo de voz que tendría una persona mayor.
—¿Es usted Frankie Manning? —preguntó Erin.
—Sí —contestó.
—¿Es usted Frankie Manning, el famoso bailarín?
Se produjo una larga pausa. Fue una pausa que pareció durar años. Incluso décadas. Después, el hombre respondió con mucha educación:
—Ya no bailo cariño, ahora trabajo en una oficina de correos.
•••
Sin embargo, Erin Stevens sabía a ciencia cierta que Frankie Manning bailaba.
Manning, en su momento, bailó en Estados Unidos, Europa, Australia y Sudamérica. Bailó en Hollywood e incluso coreografió películas como Un día en las carreras. Bailó en espectáculos ambulantes como telonero para estrellas como Billie Holiday, Duke Ellington, Count Basie o Nat King Cole. Bailó para Orson Welles y Greta Garbo. Bailó en transatlánticos y en informativos. Bailó en una Exposición Universal. En el Cotton Club, Radio City, el Royal Albert Hall, el Moulin Rouge, el Paradise Club, Tropicana, el Palladium, el Apollo, el Strand y el Roxy. Y bailó, como se suele decir, para la realeza europea.
Pero de esto hacía tiempo, mucho tiempo. Fue antes de la gran guerra.
Frankie Manning era uno de los mejores Lindy hoppers que nunca había existido, pero probablemente nunca habrá escuchado hablar de él. Quizás tampoco haya escuchado nunca hablar del Lindy hop. Tal vez no le diga mucho. A lo mejor Lindy hop le suene a algo delicado por la palabra “Lindy”. Sin embargo, este baile no tiene nada de simple ni de delicado. El Lindy era potente, vigoroso y más rápido que un abrir y cerrar de ojos. Era el bebé del charlestón. El Lindy era conocido por todos como un baile sexy. Tanto el hombre como la mujer que bailen el Lindy tienen que trabajar juntos como engranajes, moviéndose a la par, balanceándose mutuamente al ritmo de una big band en directo.
El Lindy era un baile de Harlem, así como Frankie Manning también era un chico de Harlem. Era fuerte, guapo y de piel oscura con la cabeza afeitada. De joven tenía un mote que conocía el barrio entero. Todo el mundo lo llamaba Musclehead (musculitos). Su cabeza era preciosa, como la de Michael Jordan pero décadas antes de que existiera. Sin embargo, cuando Frankie Manning bailaba, lo hacía totalmente en serio, y los músculos de su cráneo se le marcaban por el esfuerzo que le suponía. En el Savory Ballroom la gente rodeaba a Frankie Manning mientras este bailaba y golpeaba el suelo con los pies mientras gritaba:
—¡Vamos, Musclehead, vamos!”
Este era el Harlem de los años treinta: un Harlem que se balanceaba, que bailaba y brillaba. Y así era el Savoy Ballroom, la joya de Harlem. El Savoy era el territorio de Manning. Iba allí a bailar todas las noches. Escuchaba la música swing antes de llegar a la pista de baile, el jazz ya sonaba cuando se disponía a subir aquellas maravillosas escaleras de mármol bajo el brillo de los candelabros. Al llegar a aquel salón exuberante, azul y dorado, realmente largo, dotado de dos escenarios y albergando a 1 000 bailarines, Manning ya estaba bailando.
Vestía siempre sus mejores galas, y tenía un aspecto, como él mismo decía, “tan elegante como un gato”. Encontraba a algunas chicas guapas y les daba una oportunidad. Podía ser negra, podía ser blanca. Era indiferente. El Savoy era el único salón de baile mixto de Nueva York y no había ningún problema entre ellos. Debutantes blancos, criadas negras, universitarios blancos, soldados negros… todos se encontraban juntos en el Savoy. Iban a bailar y a ver cómo bailaba el resto. Sobre todo iban a observar aquella área privilegiada del salón que se llamaba Cats’ Corner, donde los chicos guapos como Frankie Manning bailaban y competían.
¡Vamos, Musclehead, vamos!
Los bailarines del Cats’ Corner eran los mejores de Harlem, lo que en los años 30 significaba que eran los mejores del mundo. Cuando Frankie Manning viajaba por el mundo con su grupo de baile Whitey’s Lindy Hoppers solo tenían que decir que venían directos desde el Savoy para triunfar. La gente sabía ya por entonces lo que esto suponía, sabían quiénes eran aquellos bailarines negros del Savoy. “Los mejores sin duda alguna”, afirmaba The New York Times. “Excepcionales”.
Frankie, como era un coreógrafo innato, inventó pasos aéreos para el Lindy hop, movimientos acrobáticos sorprendentes en los que lanzaba a su compañera por encima de su espalda y de su cabeza. Nadie había hecho nada parecido hasta el momento y, por tanto, dejó a todo el mundo boquiabierto. Sesenta años después estos pasos siguen asombrando. He visto antiguas grabaciones de Frankie Manning en las que lanzaba a sus compañeras al aire con una facilidad sorprendente. He observado fotografías en las que Frankie lanzaba tan alto a la chica que los pies de esta estaban a la misma altura que la cabeza de Manning, y era un hombre bastante alto.
Whitey’s Lindy Hoppers triunfaban cada vez que bailaban. El bailarín de claqué Bill “Bojangles” Robinson se refería a ellos como “un grupo de niños andrajosos”. Sin embargo, la multitud amaba su exhibicionismo. Cuando los Lindy Hoppers empezaron a soltarse en Radio City, por ejemplo, la ovación de un público blanco les pedía cinco bises más. Frankie era una estrella. Salía con Joe Louis, bromeaba con Groucho Marx y quería a Louis Armstrong como a un hermano. Sarah Vaughan era una de sus mejores amigos y conocía a Dizzy Gillespie desde que le llamaban John. Frankie se hospedaba en buenos hoteles y amaba a la corista más guapa de la época. Se encontraba en la cima de todo. Era el mejor.
Y entonces llegó la guerra.
Reclutaron a Frankie Manning. Prestó servicio en el Pacífico Sur durante cinco años y al llegar a Estados Unidos se dio cuenta de que la música swing se había acabado. La era de las big band también se había acabado. Ahora se escuchaba Bebop Jazz y no había nada que Frankie pudiera bailar. Actuó una noche con su amigo Dizzy, intentando a duras penas encontrar el ritmo en los estilos improvisados de Dizzy. Después del espectáculo se enfrentó al trompetista:
—¿Qué cojones ha sido eso?
A Dizzy se le escapó una gran sonrisa. Era el futuro del jazz.
Frankie intentó mantener viva su carrera durante unos años, pero no encontraba trabajo. Por aquel tiempo, ya tenía una familia a la que mantener y, por eso, en 1955 abandonó el baile por completo. Empezó a trabajar en la oficina de correos. La gente tiene que tomar decisiones difíciles y eso fue lo que le ocurrió a Frankie.
¿Anheló en algún momento aquellos momentos de gloria? Él mismo reconoció que no. Frankie me dijo que no había ningún sentido en llorar por lo que podría haber pasado. Todo había terminado. En el pasado había sido un gran bailarín y ahora era cartero. Nunca les contó a sus nuevas amistades a lo que se había dedicado en el pasado. Tuvo un amigo que le solía decir:
—Frankie, una noche de estas vamos a salir juntos y te voy a enseñar a bailar.
Frankie solía sonreír, sin mencionar que una noche actuó para el mismísimo rey de Inglaterra.
Trabajó treinta años en la oficina de correos y nunca, ni en sus mejores sueños, podría haberse imaginado que llegaría el día en el que volvería a bailar.
—Y soñé con ello —afirmó Frankie Manning.
•••
Pasaron tres décadas y en la primavera de 1984 recibió una llamada fatídica de Erin Stevens.
—¿Hablo con Frankie Manning, el famoso bailarín?
—Ya no bailo cariño, ahora trabajo en la oficina de correos.
Erin había viajado desde California para encontrar a Frankie Manning. Había ido con su pareja de baile, un joven llamado Steven Mitchell. Erin y Steven formaban parte de un grupo de bailarines que habían redescubierto la música de los años treinta, una música que era un soplo de aire fresco para aquellas personas que estaban acostumbradas a la monotonía del rock and roll. Guiados por el sonido de las big band, Erin y Steven se habían fijado en el Lindy hop. Sin embargo, este baile se había extinguido hacía tiempo y no quedaban casi registros sobre sus orígenes. Investigaron durante años hasta que se toparon con el nombre de Frankie.
Para ser sinceros, Frankie al principio no quería verlos, no paró de repetirles que ya se había retirado del baile. Pero, al final, accedió a enseñarles todo aquello de lo que se acordaba. Todos los días de la semana siguiente Erin y Steven fueron a la casa de Frankie en Queens. Bailaron con él en su salón. Bailaban toda la mañana y luego Frankie tenía que irse corriendo a trabajar. Habían pasado décadas desde que Frankie no bailaba. Ya no tenía vocabulario Lindy, ni manera de explicarles las cosas. Avanzaban lentamente con las clases. Sin embargo, una tarde hicieron un gran avance. Steven le dijo:
—Hazme un favor, baila con Erin. Simplemente baila con ella.
Pusieron un disco, la grabación de Count Bassie de Shiny Stockings. Frankie tomó a Erin entre sus brazos y empezó a moverse. En ese momento empezó a recordar todo. Cayó de lleno en ese maravilloso e innato paso de ocho compases del Lindy que bailaba en el Savoy. Comenzó a reír y no podía parar. Movía a la chica como solo él podía haberlo hecho y Steven los observó con admiración.
—Ese baile cambió mi vida —recordaba Steven—. Lo que vi era tanto el corazón como el alma del Lindy hop, lo que estuvimos buscando tanto tiempo.
Bailar Shiny Stockings con Erin Stevens cambió la vida de Frankie Manning también, sin ninguna duda. Devolvió el baile a su cuerpo. Ese baile lo llevó a obtener la condecoración que tanto disfruta a día de hoy, le llevó a recibir el Premio del Patrimonio Nacional.
Después de que Erin y Steven lo redescubrieran, volvió a ser un nombre muy conocido. Tuvo un renacimiento sin precedentes. Durante el año en el que bailó con Erin, en su salón en Queens, Frankie recibió innumerables peticiones para ser tanto profesor como bailarín y coreógrafo. Para muchas personas del mundo del baile, fue como descubrir que Fred Astaire seguía vivo y quería impartir clases.
Empezó a ser profesor de Lindy en todas partes del mundo. Más tarde, los medios audiovisuales se hicieron eco de su historia y les encantó. Frankie apareció en 20/20, en Good Morning America y en las páginas del The New York Times. Smithsonian lo entrevistó. Se hizo un documental de su vida que se llama Swingin’ at the Savoy. Fue premiado por el Fondo Nacional de las Artes como coreógrafo. Actuó en el Lincoln Center. Lo contrataron como asesor en Alvin Ailey Ballet y también lo fue en Malcolm X. Hizo tan buen trabajo como coreógrafo en el musical de Broadway Black and Blue que ganó un Premio Tony por ello.
¡Llevaba treinta años retirado del baile y Frankie consiguió ganar un premio Tony!
Ahora tiene 84 años y deberían verlo. Es una persona realmente atractiva. Sigue teniendo esa característica cabeza grande y calva, como la de Yul Brynner, años después de Yul Brynner. Parece veinticinco años más joven de lo que es. Hace tiempo que se divorció y ahora es pareja de una agradable mujer que se llama Judy y que es treinta años más joven que él. Tiene un torso muy fuerte y cuando bailé con él pude sentir los músculos de su espalda, lo que me agradó bastante.
Actualmente baila todos los días, tal como hacía cuando era joven. Recuerden que Frankie Manning tiene 84 años cuando les digo que pasa, gran parte de su vida, en la carretera. Solo este año Frankie ha realizado seminarios de swing en Denver, Baltimore, Filadelfia, Houston y Phoenix y también ha estado en Inglaterra, Singapur, Suecia, Noruega, Alemania y Japón.
—¿Había estado antes en Japón? —le pregunté.
—No —contestó—. Al menos no como profesor de baile —añadió después de una breve pausa.
Frankie Manning es siempre muy preciso a la hora de relatar hechos, así que le pregunté en calidad de qué había estado en Japón.
—Como miembro de las fuerzas de ocupación estadounidenses —aclaró.
Uno de los seminarios que dio Frankie Manning fue en Baltimore, y asistieron 400 personas durante un fin de semana para recibir clases de cómo bailar Lindy hop y con big bands. Yo fui a algunas. Era una delicia ver cómo enseñaba Frankie Manning. Denzel Washington, que estudió con Frankie para las escenas en las que bailaba Lindy hop en Malcolm X dijo:
—Es juvenil, divertido, delicado y está lleno de energía positiva. Cuando estábamos aprendiendo Lindy hop con Frankie, intentábamos divertirnos tanto como él. Intentábamos seguirle el ritmo.
Después de cualquiera de las clases de Frankie, todos sus alumnos hacen cola para hacerse una foto con él y para tener su autógrafo. Están locos por él. Llevan camisetas con su cara. Las chicas no se pueden contener y no paran de besarlo.
—Es el dios del Lindy —me dijo un chico—. Es el hombre que hace que todo sea guay.
También es el hombre que tiene una paciencia y un buen humor infinitos. Este hombre talentoso, que fue estrella del baile, no tiene ningún problema en estar todo el día de pie contando:
—Y uno y dos y tres…
Así mantiene el ritmo para aquellos grupos de principiantes que aún no saben llevarlo. Ver a Frankie Manning enseñar Lindy hop a principiantes es como ver a Duke Ellington enseñar Chopsticks a un estudiante de segundo grado.
—Incluso aunque no lo pillen se divierten y eso a mí también me divierte —afirmó Frankie.
Sin embargo, él enseña algo más que pasos. Tiene un plan de enseñanza mucho mayor. Frankie enseña intimidad. Les enseña a los hombres y a las mujeres cómo estar juntos. Frankie defiende la creencia de que los hombres y las mujeres estadounidenses perdieron la noción de la intimidad cuando dejaron de bailar juntos. También defiende que la mayoría de los problemas de comunicación que existen entre los hombres y las mujeres de hoy en día pueden solucionarse en la pista de baile. Aquella pareja que baila junta, al fin y al cabo, permanece junta.
—Los hombres y las mujeres antes solían venir a bailar juntos. En los años treinta, si yo hubiera bailado contigo, habría mantenido una conversación contigo —contaba Frankie—. ¿Cómo llevas el día? ¿Cómo está tu familia? ¿Cómo te sientes? Al pasar tiempo el uno con el otro mantendríamos una conversación. Así se llega a conocer a una persona. Cuando los hombres y las mujeres dejaron de ir a bailes sociales perdieron la conexión, la cercanía.
Frankie piensa que los hombres de hoy en día ya no saben cómo comportarse correctamente, sobre todo, así que también les enseña a hacerlo. Durante sus clases Frankie enseña a sus alumnos varones modales, amabilidad y, no menos importante, cómo arreglarse.
—Debéis tener una buena apariencia —les dice a los hombres—. Cuando le pidáis bailar a una chica lo primero que va a hacer es miraros de arriba abajo. Tenéis que ofrecerle una buena vista.
Para Frankie, el estilo, la dignidad, el baile y el amor están conectados. La posibilidad de recuperar todos estos elementos es lo que realmente atrae a sus alumnos. Una de las mejores alumnas de Frankie, una bailarina moderna profesional llamada Mickey Davidson, explicó su atracción por el Lindy hop de la siguiente manera:
—Aquí estoy yo, una madre soltera, cabeza de familia, negra, cargando el mundo sobre mis hombros. Sin embargo, cuando bailo con un hombre me tengo que relajar y rendirme a él. Tengo que confiar en que, durante dos minutos, ese hombre me va a cuidar. Como mujer no pierdes nada rindiéndote de esa manera. A veces es hasta necesario.
En sus clases, Manning repite una y otra vez:
—¡Miraos el uno al otro! ¡Dejad de miraros los pies y miraos el uno al otro! —Insiste a sus alumnos varones—. Tenéis que estar cerca de la chica, aún más cerca. Tenéis que bailar como si estuvierais enamorados de ellas.
¿Amor? Bueno, el amor es una tarea difícil. Mucha gente no ama ni a sus parejas sexuales, como para amar a sus parejas de baile. Pero amor es justo lo que Frankie pide. Aunque sea solo durante dos minutos. Una vez Frankie interrumpió una clase para decir:
—Chicos, la mujer con la que estáis bailando es una reina.
Todos nos reímos, tanto hombres como mujeres. Frankie esperó a que nos detuviéramos para repetir:
—Es una reina.
Lo decía en serio y parecía que no iba a parar de repetirlo hasta que le hubiéramos escuchado, hasta que entendiéramos que iba totalmente en serio. La sala se sumió en silencio.
—¿Y cómo te comportas con una reina? —Preguntó—. Te inclinas ante ella. Cuando bailas con una mujer deberías estar inclinándote ante ella todo el rato. Ese es el sentimiento que deberíais tener. Os está dejando que bailéis con ella. Deberíais estar agradecidos.
Volvió a poner la música. En ese momento dio la casualidad que estaba bailando con un bombero fuera de servicio que era guapo a rabiar. Me tomó entre sus brazos, muy cerca de él, me miró a los ojos y sonrió. Me aturdió por completo.
—Eso está mucho mejor —observó Frankie Manning.
Por supuesto que Frankie también enseña a bailar en sus clases. Enseña puntos técnicos y de estilo. No todo gira alrededor de la etiqueta, quiere que aprendamos a mover el culo.
—¡Agachaos! ¡Manteneos ahí abajo! ¡Sed atrevidas! ¡No os levantéis del suelo! ¡Que no os dé miedo doblar las piernas! ¡Más abajo! Esto no es Riverdance —nos dice.
•••
A Frankie no le faltan alumnos porque el swing ha vuelto a la cultura norteamericana a lo grande. Estuvo adormecido desde antes de la guerra, pero ahora vuelve a ser grandioso. El swing está en todas partes. La reaparición del swing tuvo lugar en las comunidades punk de California. Aunque siempre había habido algunos bailarines interesados en el swing por su rico valor histórico, fueron los punks quienes lo devolvieron al panorama actual. A finales de los años ochenta, los punks pensaban cada vez más que su música empezaba a ser demasiado común y demasiado débil así que vieron en este movimiento retro la manera de darle la vuelta a las cosas.
Por todo Los Ángeles, guitarristas de thrash metal empezaron a llevar gabardina y a tocar el trombón. Las skinhead se dejaron crecer el pelo para peinárselo como Betty Gable. Todas estas personas que antes habían sido punk formaban ahora una subcultura que desde entonces ha estallado en algo mucho mayor. El swing es, según las palabras de un joven bailarín, “algo realmente enorme”.
El movimiento swing se ha vuelto tan común que hasta GAP ha utilizado a bailarines de swing para anunciar sus pantalones en la tele. Incluso han aparecido bailarines de swing en vídeos de rap. Y ya no es un fenómeno urbano. A no ser que vivas en el medio de la nada, seguro que el swing ha llegado a tu ciudad. He conocido a adolescentes de catorce años de los suburbios de Maryland a los que les gusta el swing. Escuchan a Benny Goodman en el salón de actos. Llevan bandas de swing a sus fiestas de graduación.
Le pregunté a una de esas chicas si sus padres sabían bailar.
—Ni de coña —me contestó totalmente indignada.
—¿Qué tipo de música escuchan tus padres? —Le pregunté.
—Led Zepellin —me dijo haciendo un gesto con los ojos que dejaba claro lo que pensaba acerca de ello.
Claro.
Los alumnos que tiene Frankie Manning actualmente son sobre todo blancos. No hay que darle más vueltas. Puede ser que el Lindy hubiera empezado como un baile negro en Harlem, pero hoy en día es predominantemente blanco. Hay varias explicaciones para este fenómeno. Algunos dicen que el baile negro continuó desarrollándose después de los años cuarenta y entonces el Lindy pasó a ser de nuevos bailarines. Por ejemplo, muchos de los pasos que hacía Frankie en Soul Train permanecen latentes en muchos de los pasos del hip-hop. Es decir, el argumento es que las personas negras no necesitan un renacimiento del swing porque ellos nunca dejaron de bailarlo.
Otras personas defienden que el renacimiento swing es principalmente blanco porque es algo elitista debido a sus altos precios. Contratar a una big band es bastante caro, y por eso las entradas para los conciertos pueden llegar a costar 25€. Comprar ropa vintage (sin hablar de lo que cuesta llevarla a la tintorería) lo más seguro es que te deje sin un duro. Además, el Lindy se aprende ahora en escuelas de baile y nunca ha existido en Estados Unidos la tradición de que las personas negras paguen dinero para aprender a bailar.
Sea por lo que sea, a Frankie le molesta que ya no haya personas negras estudiantes del Lindy, pero tampoco se obsesiona con esto ya que nunca lo hace con ningún tipo de desequilibrio racial. A Frankie no le gusta hablar sobre el racismo y sus efectos. Y no lo hace, todo el mundo lo sabe. El hecho de que siempre se niegue a contestar preguntas de esta índole puede ser frustrante al principio. Si le dejas salirse con la suya echará por los suelos toda la historia del racismo estadounidense con una frase bastante diplomática: “hay buena y mala gente de todos los colores”.
Es cierto, pero es una simplificación enorme.
—Por supuesto que he sufrido la segregación —decía Frankie cuando le insistían. —Cuando viajábamos por el sur en los años treinta había muchos sitios en los que no podíamos comer. Íbamos en autobús a algún restaurante y nos decían que no se permitía la entrada a personas negras. Les solíamos decir que en ese bus iban celebridades como Nat King Cole o Ella Fitzgerald, pero les daba igual. No querían que entráramos y punto.
¿Le afectaba esto a Frankie? Parecía que no. Se encogía de hombros y preguntaba:
—¿Qué quieres que haga? ¿Dejar que me reconcoma el enfado?
Frankie nunca permitió que el racismo le degradara pero, por otra parte, tampoco creció en una cultura de degradación. Creció en Harlem y Harlem era diferente. En los años treinta Harlem era una pequeña nación negra cuyos habitantes tenían una autonomía política, económica e intelectual real.
Frankie, como el famoso bailarín que era, estaba casi siempre rodeado de personas negras que no eran solamente ricas, famosas y talentosas, sino que también estaban seguras de sí mismas. Para ellos, las leyes de segregación racial Jim Crow del sur eran como un espectáculo de fenómenos mucho más ridículas que intimidatorias. Norma Miller, una de las antiguas parejas de baile de Frankie, me contó que no podía parar de reírse cuando viajó al sur y vio que había unas fuentes para que bebieran los blancos y otras diferentes para los negros.
—Me quedé pensando que tenía que ser una broma —recordaba Norma—. Era el sistema más estúpido que había visto nunca. Y lo decía. Me odiaban en el sur, pero siempre dije lo que pensaba. Me importaba una mierda. Después de estar en Europa sabía de sobra que eran unos catetos.
Desgraciadamente, los catetos solían estar siempre al mando. En los años treinta en Estados Unidos había innumerables lugares en los que tocaban artistas negros pero las personas negras tenían prohibido sentarse entre la audiencia. Frankie Manning y Whitey’s Lindy Hoppers hicieron un espectáculo para Billie Holiday en un hotel de lujo en Boston. Fue un compromiso de un mes. La primera noche, después de la actuación, Frankie y sus bailarines se colaron entre la audiencia para ver cantar a Billie. Inmediatamente los echaron.
—No se permite la entrada a personas de color al comedor —les reprendió el gerente.
—¡Y todo esto en Boston! —dijo Frankie, todavía sorprendido.
Después del espectáculo Billie encontró a los Lindy Hoppers desanimados entre bastidores y preguntó:
—¿No os ha gustado como canto? Os he visto entre el público y cuando he vuelto a mirar ya no estabais.
Le explicaron lo que había sucedido. Billie llamó al gerente del hotel y le dijo:
—O mis amigos pueden sentarse entre el público o no vuelvo a cantar aquí.
Después de muchas negociaciones, los Lindy Hoppers recibieron una mesa en el comedor. Es verdad que estaba al fondo del todo, pero al menos habían recibido una mesa.
—Os aseguro que nos sentamos allí todas las noches —dijo Frankie, con una sonrisa en la cara.
Esta es una historia de victoria, y precisamente por eso Frankie la cuenta. Estoy segura de que hay muchas otras historias que no fueron tan triunfales, pero esas no las escucharemos jamás. Aún peor, hay más historias trágicas que forman parte de la historia de Estados Unidos, pero que no son parte de la historia de Frankie. Por lo menos no de la manera en las que la cuenta.
Puede ser que otros lo cuenten de manera diferente. Cuando le pregunté a Steven Mitchel, discípulo negro de Frankie, si creía que la carrera de Frankie se había visto limitada por la raza, Steven me miró como si fuera una estúpida.
—¿Me estás vacilando? —Frankie debería ser un nombre conocido, debería ser venerado. Fue tan importante para el baile como Fred Astaire y Gene Kelly. Pero era negro. No llegó todo lo lejos que podría haber llegado y nunca fue justo. Toda la fama que tiene hoy no es suficiente. Nunca conseguirá lo que perdió.
Es verdad que cuando la era swing acabó, Frankie no pudo hacer una transición a otra rama del mundo del espectáculo. Le encasillaron en ser bailarín negro del Lindy, algo novedoso, y nunca podría ser otra cosa. Así que, ¿por qué nunca le molestó todo esto a Frankie? Porque él era mucho más que eso. Nació siendo un hombre bondadoso y tiene la intención de seguir siéndolo. Frankie se ha pasado toda la vida negándose a que nuestro racismo fuera su problema.
—Yo llamo a Frankie “La venganza del hombre negro” —dijo su alumno Mickey Davidson—, porque siempre ha hecho lo que le gustaba, a pesar de los prejuicios. En una época en la que podían matar a un hombre negro incluso por mirar a una mujer blanca, él tenía a todas las mujeres blancas que quería. Tenía a todo tipo de mujeres que quería. En un momento en el que los negros no podían viajar, vio el mundo entero. En un momento en el que los negros no tenían ningún poder, él era una estrella. Ahora tiene su pensión por haber sido cartero y se puede relajar y hacer lo que le apetezca. Siempre ha llevado la vida que quería llevar. Y lo hizo sin pelear, sin gritar y sin quemar nada.
•••
Bueno, sí que hubo algunas peleas.
Recuerden que Frankie Manning estuvo cinco años en el ejército estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial. Sirvió en el Pacífico Sur y eso significó que vio algunas de las peores cosas que ningún soldado vio durante la guerra. Frankie solo da algunas pinceladas sobre esa época. Sí, sirvió en un batallón negro dirigido por blancos. Sí, invadió Nueva Guinea con “bombas y balas que caían sobre todo el mundo”. Sí, ganó algunas medallas, “ya sabes, por la valentía y todo eso”.
Deja su historia militar en eso, pero su novia, Judy, añade el sombrío detalle de que Frankie también pasó por la experiencia de combatir mano a mano con soldados japoneses. Lo peor es que no se le daba muy bien. ¿Qué es el combate mano a mano si no un paralelismo espantoso del baile? Pero vaya desperdicio de la gracia de un bailarín. Nunca hablará sobre ello.
Cuando se trata de historias de guerra, Frankie siempre conduce la conversación a los buenos recuerdos de su servicio. Hay una historia que le gusta en particular. Frankie viajó en una nave de tropas al Pacífico Sur, junto con cientos de soldados asustados. Había una cantante que amenizaba a los chicos. Todas las noches daba un espectáculo. Era algo para evitar que los soldados pensaran en cuándo y cómo iban a hacer frente a la posibilidad de morir. Todas las noches cantaba una canción popular por aquel entonces que se llama Whatcha Know, Joe? Y la letra decía: Whatcha know, Joe? / I don’t know nothin’! / Whatcha know, Joe? / I don’t know nothin’! (¿Qué es lo que sabes Joe? No sé nada).
Y así sucesivamente. Era una canción estúpida, pero a los chicos le gustaba. Una noche, cuando la mujer estaba cantando, Frankie—un artista de primera— no se pudo resistir y se unió a ella. Cuando cantó “Whatcha know, Joe?” Frankie apareció de la nada y gritó: “I don’t know nothing!” Todos empezaron a reírse. Los soldados pensaron que era muy gracioso. Así que, cada noche después de esa, la cantante buscaba a Frankie siempre que cantaba esa canción.
“Whatcha know, Joe?” cantaba, y él le respondía: “I don’t know nothin’!”
Los otros soldados se morían de la risa. Puede sonar a que no era tan gracioso, pero tengan en cuenta las circunstancias. Una noche la mujer estaba cantando como siempre. Llegó su canción favorita y cantó: “Whatcha know, Joe?” Y justo cuando Manning estaba a punto de contestar, las luces se apagaron.
—Cuando las luces de la nave se apagaban —me contaba Manning— significaba que habían detectado un submarino enemigo. Cuando eso pasaba teníamos que sentarnos en completo silencio. No podías hacer ningún ruido o el submarino lo escucharía y podría volarnos en pedazos. Nunca sabías si ibas a vivir o a morir. Tampoco sabías cuánto iba a durar.
Esa noche el apagón duró unos veinte minutos. Una eternidad. Los hombres estaban sentados en la oscuridad excesivamente asustados. Volvieron las luces y Frankie saltó de su sitio.
—”I don’t know nothin’!” —gritó.
Las tropas se echaron a reír, aliviados.
Para mí, esta historia resume a Frankie Manning a la perfección. Es exactamente lo que ocurrió en su carrera. Empezó actuando feliz y con mucho éxito y al momento siguiente las luces se apagaron. Solo que, para Frankie Manning, las luces permanecieron apagadas treinta años. Treinta largos años en esa oficina de correos, sin saber lo que le deparaba. Pero Frankie no estaba asustado, y no se desesperanzó. Esperó en la oscuridad. Y cuando las luces volvieron a encenderse de repente en 1984 le encontraron preparado.
Realmente nunca se había ido, estaba esperando su momento.
•••
Los miembros habituales del Wells eran en su mayoría hombres negros de unos ochenta o noventa años. Algunos de ellos eran antiguas estrellas del Savoy, algunos son simplemente bailarines sociales de por vida. Son individuos de lo más dinámico. De hecho, la única vez que Frankie Manning me ofreció una respuesta tajante fue cuando le pregunté por un asiduo del Wells, un anciano llamado Buster Brown. Le dije:
—Buster Brown fue un gran bailarín de claqué, ¿no?
—Buster Brown sigue siendo un gran bailarín de claqué —me corrigió Frankie, con seriedad.
Un lunes por la tarde, antes de ir al Wells, Frankie Manning me dio una vuelta por Harlem. Atravesamos el barrio en su Buick Regal. Frankie empezó señalando la iglesia de la calle 132 y me dijo:
—El Lafayette Theatre solía estar aquí. Participé en un concurso amateur una noche. La gente me odiaba. Me echó del escenario un tío con un bastón. Esa fue la primera vez que bailé para un público.
Pero el Lafayette Theatre cerró sus puertas como hizo el bar que estaba solo a una calle llamado el Hoofers Club adonde iban los bailarines de claqué. La sala de fiestas Dickie Wells de la calle 133 también había cerrado. La sala Smalls’ Paradise sigue allí, pero está tapiado y las ventanas están cubiertas con cemento. El dueño del Smalls’ Paradise era un hombre rudo llamado Ed Smalls. Le pregunté a Frankie si conocía a Ed Smalls y dijo:
—No quería conocer a Ed Smalls. Verás, una chiquilla del coro era su novia, pero yo le gustaba y ella me gustaba a mí entonces…
Frankie me cogió de la mano y me dijo:
—No vas a escribir nada de esto, cariño.
Y entonces terminó de contarme la historia. Ojalá pudiera contaros lo que Frankie Manning me dijo sobre esta chica, de verdad.
Entonces fuimos hasta la calle 135, donde Jesse Owens, en un truco publicitario, le echó una carrera a un caballo. Pasamos por el YMCA, donde Frankie jugaba al baloncesto con los chicos de la banda de Cab Calloway y después volvimos al Lincoln Theatre. La madre de Frankie conocía a un acomodador del Lincoln que dejaba que Frankie pasara todos los días después del colegio sin pagar nada. Veía las películas, a los cómicos y los espectáculos de baile durante toda la tarde, hasta que su madre llegaba del trabajo. El Lincoln Theater, el cuidador de Frankie, ya no existe, como tampoco existe el apartamento de la calle 138 en el que vivía ni el bar donde Billie Holiday cantaba en la St. Nicholas Avenue.
—Harlem era genial —decía Frankie—. Todo era música y baile. Por eso la gente venía aquí desde el centro, porque nunca tenía fin. Aún puedo visualizarlo, con todos los coches aparcados en las salas de fiestas y la gente muy arreglada. Para ser sincero ya no conduzco mucho por Harlem porque es muy triste. Ya no hay nada de eso.
Ya no queda nada tampoco del Savoy Ballroom. No queda siquiera ni un ladrillo de aquel fantástico edificio. Ahora en su lugar hay una urbanización para personas con bajos ingresos.
—Vinieron un día y tiraron el Savoy —me contaba Frankie—. ¿Te lo puedes creer? No pusieron ni una placa para recordar el lugar. Toda la historia que tenía y acabaron con ella. Lo único que me queda es poder contarte que estuvo aquí.
Se encogió de hombros y sonrió.
—Este es el final de la vuelta, cariño.
La vuelta por Harlem fue una tarde rara en la que Frankie Manning tuvo que pensar en el pasado. Normalmente no lo hace. No de una manera tan triste por lo menos. Pensar en cosas desagradables no está en su naturaleza. Prefiere recordar las cosas buenas.
—Count Basie —gritó de repente cuando le pregunté quién había tenido la mejor banda de swing.
Echó la cabeza atrás y se rio, golpeando la mesa con alegría.
—¡No tengo ni que pensarlo! ¡Count Basie! ¡Count Basie! Ese tío podía hacernos bailar hasta que nos cansáramos. ¡Count Basie!
Otro día le pregunté adónde iría una noche si pudiera retroceder en el tiempo.
—¡Al Savoy! —gritó, y parecía realmente feliz imaginándoselo—. Volvería al Savoy a una de esas noches en las que había una batalla de bandas como la que hubo entre Chick Webb y Benny Goodman. Tío, entonces sí que bailábamos. Y llevaría conmigo a una de estas Lindy hoppers de ahora para que pudieran ver cómo bailábamos. Me encantaría. Me encantaría escuchar a todos los tíos del Savoy diciéndoles que los de los años 90 bailan muy bien pero que vieran cómo bailaban realmente los de los años 30.
Frankie saboreó aquella fantasía un momento y después dejó que se esfumara. No tiene ningún sentido vivir anclado en el pasado. No se saca nada bueno de ello.
—Hay que mirar hacia delante —dijo.
Por eso él sigue hacia delante, yendo siempre más allá, viviendo siempre como un hombre que tiene la mitad de años de los que tiene. Acepta todas las oportunidades que tiene de poder enseñar, bailar o viajar. Una voz cogí un folleto que había en uno de sus seminarios de swing en el que animaba a los swingers a apuntarse al Millennium Hop, el evento de la Nochevieja del año 2000 con Frankie Manning que ya se había programado en el glamuroso Riviera Pacífico en Ensenada, México. Me encanta. Me encanta esa presunción de que no solo va a estar Frankie Manning con nosotros al final del milenio sino que va a estar bailando sin parar en algún lugar de México a esas horas. Pero por supuesto que estará. A Frankie le encanta una buena fiesta. Estuve con él cuando cumplió los 84 años y fue un día maravilloso. Las sociedades de swing de diferentes ciudades han acordado celebrar todos los cumpleaños de Frankie. Es una tradición. Le han honrado con fiestas de baile en Nueva York, Washington y Múnich, pero este año ha ganado Baltimore. Swing Baltimore preparó una fiesta enorme para Frankie en el salón de Sheraton, con una big band completa y cientos de invitados de todas partes del mundo.
Hay otra tradición que ha nacido en torno al cumpleaños de Frankie. Comenzó cuando cumplió ochenta años y bailó con ochenta mujeres seguidas para celebrar la ocasión. Le gustó tanto que le preparan lo mismo todos los años, solo que cada vez añaden a una mujer más para que sean el mismo número que los años que cumple.
Después de cortar la tarta, la banda de Baltimore empezó a tocar. Frankie estaba impresionante con un traje de cuatro botones y una corbata roja y fue entonces cuando estiró los brazos para darle la bienvenida a la primera mujer de todas. Era una chica morena muy atractiva. Hizo que girara y la siguiente mujer apareció para bailar y así una detrás de otra. Un grupo de jóvenes que estaban sentados en el suelo las iban contando, llevando la cuenta por Frankie.
Treinta y una, treinta y dos, treinta y tres…
Había todo tipo de mujeres. Había negras, blancas y mulatas. Había delgadas y no tan delgadas. Había algunas altas y elegantes y otras bajitas. Siempre se podía ver a alguna que representara todo tipo de mujer a la que Frankie había amado o con la que había bailado. Lo que, para Frankie, es lo mismo.
Cincuenta y cuatro, cincuenta y cinco, cincuenta y seis…
La banda tocaba canción tras canción. Frankie bailaba tanto con mujeres casadas, como con mujeres alocadas o aquellas que entre tropiezos y risitas se abalanzaban a sus brazos. Hubo un momento en el que dos adolescentes saltaron juntas y Frankie bailó con ambas a la vez, sin perder nunca el ritmo.
Setenta y seis, setenta y siete, setenta y ocho…
Cuando le llegó el turno a la última todavía había mujeres que querían bailar con él así que se rio y siguió bailando, aunque fueran más de ochenta y cuatro. Frankie Manning acabó bailando con más de cien mujeres. Era incansable y elegante. Era increíble ver cómo se movía y, para ser sincera, nunca había visto a un hombre tan sexy. Y les voy a contar el porqué: conseguía que cada baile y cada mujer fueran distintos. En menos de un paso o dos Frankie podía ver el estilo individual de su pareja y cambiaba ligeramente su manera de bailar para que el su pareja pudiera lucirse. Haciendo eso parecía que se inclinaba ante todas las mujeres con las que bailaba. Como si venerara y adorara a todas y cada una de ellas. Como si todas y cada una de ellas fueran unas reinas.
Traducción: Sonia Rollón de Juan
Qué artículo más interesante, entrañable y emotivo. Me ha encantado. Al leerlo te sientes un poco Frankie Manning, con el debido respeto.
Efectivamente, Ángel, el artículo es una gozada, fue todo un acierto, por parte de estos chicos, buscar al bueno de Frankie y recuperarlo para la causa. Además, nos da una idea de la forma de ser de Manning, algo que un artículo biográfico no se llega a dilucidar. Muchas gracias por pasarte y comentar. Un saludo